lunes, 17 de noviembre de 2008

La noche de las amigas

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Una de las mujeres que habrían de jugar este juego me trajo del Japón un cuaderno de suavísimo papel y tapas de seda amarilla. Lo guardé virgen mucho tiempo, no me animaba a escribir en esas páginas de una intimidante pureza. Hasta una noche de soledad en la rue de l´Eperon, cuando al término de vaya a saber cuántos discos y cuántos tragos vi nacer otra noche en la que yo no estaba porque no era mi noche, vi a las amigas reales e imaginarias, a las muertas y a las vivas en un salón de aire denso, de almohadas y alfombras y cuidado desorden un poco belle époque, lámparas en el suelo, humo de haschisch, vasos y ropas mezclándose con libros abiertos y bibelots acariciados y abandonados, la noche de las amigas entrevista desde mi atalaya solitaria, mirón de mi propia linterna mágica, de mis marionetas reales o convocadas por un exorcismo de novelas y poemas, todas ellas dándose al juego de la noche, midiéndose y hablándose y queriéndose y burlándose, todo tan lesbiano sin serlo y siéndolo, todo tan de ellas como las había conocido o querido o solamente imaginado por una foto, un poema o un libro en los que había entrado como ahora entraría con una pluma de fieltro en el cuaderno del papel japón.
Nunca llegué al final de la fiesta, la había supuesto interminable y creí que llenaría el cuaderno con sus juegos, pero al amanecer también ellas se cansaron, el gris arañando las ventanas no era su color, fue como si bostezaran o se durmieran en los divanes, en el suelo, abrazadas o solas, entre almohadones y piernas y cabellos. Se me fueron como resbalando fuera del cuaderno, y aquí está lo que él alcanzó a guardas en su caracol sedoso, que tantas veces me acerco al oído buscando todavía su murmullo.

Julio Cortázar, "Salvo el crepúsculo"
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